A la hora de mejorar nuestra habilidad para hablar en público, el cuerpo debería ocupar un lugar central. En teoría se supone que es así, pero si rascamos un poco, veremos que la cosa es más complicada.
En general, nos suelen enseñar a mirar al cuerpo como una herramienta que debería moverse, emitir sonidos, fijar la mirada y generar gestos de una determinada manera considerada «la más efectiva». Y nos frustramos cuando nuestros cuerpos no se comportan de esa manera. Pero, ¿es nuestro cuerpo el problema? ¿O lo son esas expectativas?
En primer lugar, nuestros cuerpos no son marionetas que podamos programar, como robots. Nos expresamos verbal y no verbalmente de manera variada, en función de múltiples variables: valores sociales, culturales, familiares y personales. Nuestra rica diversidad como seres humanos también se manifiesta a la hora de comunicar. Pero luego, cuando tomamos lecciones sobre cómo hablar en público, esa diversidad se tiende a borrar, se reprime. Y se nos fuerza a expresarnos de una manera que, en algunos casos, nos incomoda profundamente. Porque nos fuerza a ser otra persona que no somos, una de las razones por las que tanta gente odia hablar en público.
En segundo lugar, ¿quién decide qué gesto o entonación es «el más efectivo»? Aquí es imprescindible contextualizar. Esos principios comunicativos considerados como esenciales (respecto a la entonación, movimiento corporal, etc.) son premisas creadas por y para hombres de clase media-alta, heterosexuales y eurocentrados. Sin embargo, cualquier ser humano que no encajara en esa categoría, desde los antiguos griegos hasta hoy, se ha visto forzadx a hablar, moverse como uno de esos hombres para ser consideradxs «buenos oradores». Aunque no seamos esos hombres. Otra gran razón para odiar hablar en público. ¿Cómo vas a tener ganas de hacer algo que te borra, que no te permite ser tú mismx, que ve como negativo tu identidad, tu forma de ser y comunicar?
«Las expectativas comunicativas heredadas son el verdadero problema, no nuestro cuerpo»
Como expliqué en «Cómo ayudo a otra gente a hablar en público«, un modo de lidiar con este dilema es analizar el contexto y la audiencia con la que comunicamos y tomar decisiones sobre qué queremos hacer o no con nuestro cuerpo a la hora de comunicar, siendo consciente de las posibles consecuencias de ello. Por ejemplo, aunque esté ante una audiencia que espera que las mujeres vayan pintadas, yo me niego a pintarme. Me da igual si eso condiciona nuestra interacción. Es mi decisión, son mis líneas rojas, y asumo las consecuencias. Aunque esta toma de decisiones es un proceso que requiere reflexión y aprendizaje y que no es fácil, lo importante es que las expectativas comunicativas son el verdadero problema, no nuestro cuerpo.
¿Y qué importancia tiene esta idea? Para mí, es fundamental. Porque muchas personas ven sus cuerpos como enemigos debido a esas expectativas heredadas que no consiguen reproducir. Y no es así. Si algo tengo claro es que la clave para lograr nuestras metas comunicativas no es convertirnos en marionetas, en Kents carismáticos de mirada penetrante y voz grave. Sobre todo, porque si uno de los ejes de la oratoria es el ethos, la credibilidad del orador, pretender ser una persona que no somos puede tener el efecto contrario al deseado. El punto de partida es querer, respetar y cuidar a nuestro cuerpo, nuestro primer y gran aliado comunicativo, tal y como es. Porque es la herramienta que nos permite comunicar con otros seres humanos, transmitir ideas, defendernos, cambiar el mundo. Y cuando pasamos a querer y valorar a nuestro cuerpo y cuestionamos críticamente las premisas heredadas del buen orador, algo transformador pasa. Lo he visto en muchísimas ocasiones a lo largo de los años como docente y formadora. El rechazo y el miedo a hablar en público empieza a quebrarse, dando paso a una etapa esperanzadora de posibilidades y cambio. Es por eso que, con los alumnos y clientes que desean mejorar su habilidad para hablar en público, abordo la relación con nuestro cuerpo como punto de partida.
Carmen G. Hernández