En una recepción académica, un profesor le da la copa vacía a una mujer que él identifica como camarera. La mujer es profesora como él. Dado el género y origen étnico de la mujer, él asume que esa mujer está en la reunión para atenderle, no como una colega. Es una anécdota más de las microagresiones que esa mujer, como tantas personas que sufren discriminación por algún factor identitario (género, clase, raza, diversidad funcional, etc.), experimenta cada día en su entorno laboral, de ocio o familiar. Insultos velados, invalidación, desprecio debido a algunos factores de su identidad. No ha habido una intencionalidad expresa por parte del colega docente en hacerle daño, pero, una vez más, a esa mujer le han recordado que su cuerpo está en un lugar y en un rol que no fueron pensados para ella. Y que cada día que sigue en ese lugar supone una batalla silenciosa de resistencia y resiliencia ante una lluvia de microagresiones que no cesan. 

En una oficina, los colegas, tomando café, preguntan al nuevo compañero si tiene novia. Con esa simple pregunta, a él, que es gay, le vuelven a meter en el armario al asumir una presunta heterosexualidad. Él, en cuestión de segundos, tiene que sopesar rápidamente multitud de variables: ¿son homófobos sus compañeros? ¿Corre riesgo de represalias si dice que es gay? Incluso la persona LGTBI más visible se ha visto en una tesitura similar. Por ella misma, por su pareja o por su entorno. Al margen de la respuesta elegida y del daño psicológico que pueda causar (la auto-negación es tremendamente perjudicial), la cuestión es que ese simple comentario trivial es una microagresión. Una manera de recordarle a esa persona que su identidad no es la norma y que debe, constantemente, insistir para ser reconocida. Hay quien dice, y lo suscribo, que más duro que el insulto es que no reconozcan tu existencia.

En un restaurante, una persona con diversidad funcional que usa una sillas de ruedas, asiste atónita a una escena tristemente cotidiana. El camarero, en vez de preguntarle a ella qué desea tomar, se lo pregunta a su acompañante, quién no tiene diversidad funcional. «¿Y ella, qué tomará?» Una vez más, los interlocutores asumen que su diversidad funcional la incapacita para tomar decisiones y tener su propia voz. 

Tristemente, las microagresiones son constantes en las vidas de quienes sufren discriminación sistémica. Muchas veces no son fruto de la mala voluntad de quien la genera, sino el resultado de estereotipos y prejuicios pasados de generación a generación. Pero hacen daño, perpetúan la discriminación y dificultan la creación de espacios diversos. En clase, en la oficina y en casa. Ser conscientes de las microagresiones que generamos, por qué, cuándo, contra quién, es un paso vital para lograr espacios donde realmente se pueda convivir. No es un proceso fácil de hacer, pero es imprescindible si no queremos hacer daño a otras personas y tener espacios de trabajo seguros. 

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